Editorial | Armas o Bienestar: La cruel elección de un mundo militarizado

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En un contexto global marcado por la incertidumbre y las tensiones geopolíticas, el incremento desmedido del gasto militar se presenta a menudo como una necesidad ineludible. Sin embargo, detrás de la retórica de la "seguridad" y la "defensa", se esconde una verdad incómoda y dolorosa: cada dólar invertido en armas es un dólar que se le niega al bienestar de las personas, a la salud, a la educación, a la protección social y a la garantía de los derechos fundamentales.

El aumento del gasto militar no es una decisión aislada; es una elección política con consecuencias directas y devastadoras para el Estado del Bienestar.

Los recursos económicos de cualquier nación son finitos.

Cuando se prioriza la compra de armamento sofisticado, la modernización de ejércitos o la participación en costosas alianzas militares, esos fondos deben ser sustraídos de otras partidas presupuestarias. Y, de forma casi invariable, las primeras víctimas de estos recortes son los pilares que sustentan la calidad de vida de los ciudadanos: la sanidad pública, la educación universal, los sistemas de pensiones, las ayudas a la dependencia, la inversión en infraestructuras sociales y la lucha contra la pobreza y la desigualdad.

Esta relación inversamente proporcional entre el gasto militar y el gasto social no es una mera coincidencia, sino una realidad estructural. Los gobiernos, bajo la presión de cumplir con compromisos militares o de proyectar una imagen de fortaleza, a menudo recurren a políticas de austeridad que impactan directamente en los servicios públicos. Se argumenta la necesidad de "apretarse el cinturón", pero el ajuste rara vez se aplica a la industria de la guerra, que por el contrario, ve crecer sus beneficios y su influencia.

El deterioro del Estado del Bienestar no solo se traduce en una menor calidad de los servicios básicos, sino que profundiza las brechas sociales. Aquellos con menos recursos son los más afectados por los recortes en educación y salud, lo que perpetúa ciclos de pobreza y limita sus oportunidades de desarrollo.

La precarización de los derechos sociales mina la cohesión social y genera resentimiento, creando un terreno fértil para nuevas tensiones internas y, paradójicamente, una mayor inseguridad ciudadana que no se resuelve con más armas, sino con más justicia social.

Además, el desvío de recursos hacia el ámbito militar también frena la inversión en investigación y desarrollo en áreas civiles cruciales para el progreso humano, como la energía renovable, la biotecnología o la medicina preventiva. En lugar de apostar por soluciones innovadoras a los grandes desafíos del siglo XXI, se destinan ingentes sumas a la creación de instrumentos de destrucción, privándonos de un futuro más sostenible y equitativo.

Es hora de que la sociedad civil y los responsables políticos asuman una postura crítica y valiente. Debemos rechazar la falacia de que más gasto militar equivale a más seguridad. La verdadera seguridad emana de la estabilidad social, de la garantía de los derechos humanos, de la inversión en el talento y el bienestar de las personas, y de una política exterior basada en la diplomacia, la cooperación y la resolución pacífica de conflictos.

Exigir la reorientación de los fondos militares hacia la construcción de sociedades más justas y equitativas no es una utopía; es una necesidad urgente. El debate sobre el gasto público debe priorizar la vida, la dignidad y el futuro de las personas por encima de los intereses de la industria armamentística. La elección es clara: invertir en bombas o invertir en bienestar. Y la humanidad, en su conjunto, no puede permitirse seguir eligiendo las bombas.

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