La isla que no existe: cómo un pedazo de tierra en el Amazonas enciende viejas heridas entre Colombia y Perú

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En medio del caudaloso río Amazonas, donde el agua arrastra sedimentos desde los Andes y el bosque respira al ritmo de las crecidas, una isla que no figura en los mapas de hace cien años se ha convertido en el epicentro de una crisis diplomática entre Colombia y Perú.

La isla de Santa Rosa, apenas una extensión de tierra de unos pocos kilómetros cuadrados habitada por 3,000 personas, no debería, en teoría, ser motivo de confrontación entre dos países hermanos. Pero en este rincón de la triple frontera con Brasil, donde la geografía cambia más rápido que los tratados, lo que parece un litigio territorial es, en realidad, una batalla por la historia, la soberanía y el futuro del acceso amazónico.

Un tratado firmado, un río que no se queda quieto

Todo comienza en 1922, con la firma del Tratado Salomón-Lozano, que delimitó la frontera entre Colombia y Perú siguiendo el thalweg —la línea del cauce más profundo— del río Amazonas. El acuerdo, ratificado en 1928, asignó a Colombia la ciudad de Leticia y una franja estratégica del trapecio amazónico, mientras que Perú conservó la isla de Chinería. Sin embargo, el río no leyó el tratado.

A mediados del siglo XX, el Amazonas comenzó a depositar sedimentos en su margen norte, formando nuevas islas. Una de ellas, surgida de la división de la isla de Chinería en los años 70, fue bautizada como Santa Rosa. Con el tiempo, las crecidas y bajantes del río han hecho que Santa Rosa y Chinería se separen, se acerquen, se fusionen y vuelvan a separarse, como si la naturaleza jugara con los límites que los hombres creyeron fijos.

Aquí reside el núcleo del conflicto: ¿a quién pertenece una isla que no existía cuando se firmaron los tratados?
Perú dice que Santa Rosa nunca fue independiente: fue y sigue siendo parte de Chinería, territorio peruano desde 1929. Desde hace décadas, el Estado peruano ha ejercido soberanía sobre ella: allí hay escuelas, aduanas, policía, y se celebran elecciones municipales. En julio de 2025, el Congreso peruano convirtió oficialmente a Santa Rosa en distrito, bautizándolo como Santa Rosa de Loreto. Para Lima, no fue una anexión, sino una consolidación administrativa de un territorio ya suyo.

Colombia, en cambio, ve en ese acto una apropiación unilateral. Para Bogotá, Santa Rosa es una nueva formación fluvial, surgida después de los tratados, y por tanto no asignada a ningún país. El presidente Gustavo Petro lo dijo sin ambages: “El gobierno del Perú ha copado un territorio que es de Colombia”. Y aunque Colombia no afirma explícitamente que la isla sea suya, sí exige que se reactive la Comisión Mixta Permanente de Inspección de la Frontera (COMPERIF), para decidir binacionalmente a quién pertenece.

Leticia en peligro: el verdadero fondo del asunto

Más allá de la isla, el verdadero temor de Colombia no es territorial, sino existencial: la posibilidad de perder su conexión con el Amazonas.

Estudios de la Universidad Nacional de Colombia y la Armada Nacional advierten que, debido a la sedimentación, la deforestación y el cambio climático, el cauce principal del río se está desplazando lentamente hacia el lado peruano. En menos de cinco años, Leticia —la única ciudad colombiana con acceso directo al Amazonas— podría quedar aislada, convertida en una península o incluso en tierra firme, sin salida navegable.

Si Santa Rosa se consolida como territorio peruano y el canal que la separa de Colombia se satura de sedimentos, el escenario es claro: Colombia podría perder su puerto amazónico más importante. «No queremos separarnos del Amazonas», dijo Petro. «Es una pérdida estratégica».
Para Perú, esta narrativa suena a pretexto. «El cauce puede cambiar, pero la frontera no», insiste el canciller Elmer Schialer. «La isla de Chinería fue nuestra desde 1929, y Santa Rosa es parte de ella».

Guerra de palabras, política de gestos

Lo que comenzó como un debate técnico entre hidrólogos y juristas se ha convertido en una guerra de palabras entre presidentes. Petro, cuya popularidad ha caído en picada tras años de estancamiento político, eligió Leticia como escenario para conmemorar la Batalla de Boyacá, trasladando allí el acto central del 7 de agosto. Junto a ministros y cadetes militares, bajo un sol implacable, lanzó un mensaje claro: «Defenderemos nuestra nación».
Fue un acto simbólico de soberanía, casi teatral. Pero también fue una señal: Colombia no se quedará de brazos cruzados.

Perú respondió con igual firmeza. El Consejo de Ministros viajó a Santa Rosa para realizar obras sociales y reafirmar la presencia estatal. «Rechazamos categóricamente cualquier desconocimiento de nuestra soberanía», dijo el premier Eduardo Arana.
Ambos países, con gobiernos de signo opuesto y líderes con baja aprobación, encuentran en la isla un escenario perfecto: un enemigo externo que moviliza, que desvía la atención, que fortalece la identidad nacional. Pero el riesgo es real.

Como en 1932, cuando civiles peruanos ocuparon Leticia y desataron la Guerra de Leticia, hoy basta un malentendido, un despliegue militar excesivo, una provocación mediática, para que la tensión cruce la línea.

¿Diplomacia o distracción?

Analistas de ambos lados de la frontera se dividen. Algunos ven en Petro una estrategia de distracción frente a acusaciones internas y estancamiento político. Otros, como Sandra Borda, experta en relaciones internacionales, advierten que «es un asunto serio. Colombia corre el riesgo de perder Leticia como puerto».
En Perú, la presidenta ilegítima Dina Boluarte, con una aprobación cercana al 3%, también tiene incentivos para endurecer el discurso. Pero ambos líderes saben que una guerra no les conviene. «Todavía quiero evitar la guerra», dijo Petro. Palabras que suenan a advertencia, pero también a esperanza.

El camino: sentarse a hablar

La solución no está en 'X', ni en los actos presidenciales, ni en los comunicados de cancillería. Está en la COMPERIF, la comisión binacional que, según Colombia, lleva años paralizada. Está en los técnicos, en los hidrólogos, en los cartógrafos que pueden medir sedimentos, trazar cauces y proponer criterios justos para asignar islas nuevas.

Porque el Amazonas no se detendrá. Seguirá cambiando. Y si Colombia y Perú no acuerdan un marco para manejar estos cambios, Santa Rosa no será la última isla en disputa.
El río sigue escribiendo su propia historia. Lo que falta es que los hombres aprendan a leerla —y a negociarla— antes de que el agua decida por ellos.

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