
En el complejo tablero de la política española, hemos sido testigos en los últimos años de una evolución preocupante en la estrategia de la "derecha moderada", encarnada por el Partido Popular (PP). Si bien la confrontación ideológica es inherente a la democracia, la línea que separa la crítica legítima de la deslegitimación institucional parece haberse diluido, llevando al PP a mimetizarse con la retórica y las tácticas que, hasta hace poco, eran patrimonio exclusivo de la ultraderecha.
Tradicionalmente, el PP se ha posicionado como un "partido de Estado", "defensor de las instituciones" y "garante de la estabilidad". Sin embargo, la virulencia de la política española y la polarización creciente han empujado a sus líderes a un terreno peligroso. La narrativa de "Gobierno ilegítimo", "golpe de Estado encubierto" o "ruptura constitucional", términos que antes resonaban únicamente en los círculos más radicales, han sido adoptados y amplificados por las filas populares.
Esta confluencia no es casual. La ultraderecha, con Vox a la cabeza, ha sabido explotar el descontento y la frustración de una parte de la sociedad, capitalizando la incertidumbre y el miedo. Su estrategia, basada en la denuncia constante de una supuesta conspiración contra España y en la descalificación personal de los miembros del ejecutivo, ha logrado calar en sectores amplios. Ante este fenómeno, el PP, en lugar de mantener una distancia prudencial que le permitiera erigirse como una alternativa seria y constructiva, ha optado por sumarse a la ola, quizá por temor a perder la hegemonía del bloque conservador.
La manifestación convocada por el PP para el 8 de junio, bajo el lema 'Mafia o democracia', es un claro ejemplo de esta peligrosa deriva. Al equiparar al Gobierno con una "mafia", se traslada la discusión política a un plano casi delictivo, erosionando la confianza en las instituciones democráticas. No se trata ya de criticar políticas o discrepancias ideológicas, sino de cuestionar la legitimidad misma del poder ejecutivo, en una táctica que recuerda más a la desestabilización que al debate democrático.
Es innegable que todo gobierno debe ser fiscalizado y sus acciones sometidas al escrutinio público. Sin embargo, la insistencia en la "ilegitimidad" de un gobierno salido de las urnas, las acusaciones de "golpe de Estado" y la constante llamada a la "desobediencia" civil (aunque velada) no son propias de un partido que aspira a gobernar y a respetar las reglas del juego democrático. Esta retórica, que puede parecer eficaz a corto plazo para movilizar a la base, a la larga debilita el sistema en su conjunto, generando un caldo de cultivo para la polarización extrema y la desconfianza generalizada.
El PP, como supuesto partido de Estado, tiene la responsabilidad de ser un dique de contención frente a los discursos que erosionan los cimientos de la democracia. Abrazar la estrategia de la ultraderecha, aunque sea de forma táctica, no solo le resta credibilidad como "fuerza moderada", sino que contribuye a un clima de confrontación que poco tiene que ver con la búsqueda de soluciones para los problemas reales de los ciudadanos. Es hora de que la "derecha moderada" española reflexione sobre el camino emprendido y decida si prefiere ser un actor clave en la construcción de un país más democrático y cohesionado, o un mero amplificador de los ecos más disruptivos de la ultraderecha.
La salud de nuestra democracia depende, en gran medida, de esa elección.
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