La relación entre Brasil y Estados Unidos vive una nueva fase de tensión bajo el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva, ahora con Donald Trump nuevamente en la Casa Blanca. Lo que a simple vista parece una disputa comercial por aranceles del 50% a productos brasileños, en realidad revela un conflicto más profundo, donde se entrelazan intereses diplomáticos, decisiones judiciales y una polarización política que trasciende las fronteras.
Lula ha sido claro: está dispuesto a negociar con Estados Unidos, pero no aceptará imposiciones. "Brasil debe cuidar de Brasil y de su pueblo", ha reiterado en múltiples ocasiones, marcando una postura de defensa de la soberanía que, aunque comprensible en un contexto internacional complejo, también refleja una tendencia a enfocar la diplomacia como un enfrentamiento ideológico más que como una gestión pragmática de los intereses nacionales.
Una de las líneas retóricas más fuertes del presidente brasileño ha sido su comparación entre Trump y el ultraderechista Jair Bolsonaro. Lula ha señalado en más de una ocasión que si Trump fuera brasileño y hubiera actuado como lo hizo en el asalto al Capitolio en 2021, sería juzgado y posiblemente encarcelado. Esta afirmación, aunque simbólica, busca reforzar el mensaje de que Brasil cuenta con instituciones sólidas capaces de procesar a figuras de alto rango sin injerencia externa. Sin embargo, también corre el riesgo de politizar aún más una relación bilateral que necesita de acuerdos concretos en áreas como el comercio, el medio ambiente y la integración regional.
La tensión se ha agudizado con las declaraciones de Trump, quien ha respaldado públicamente a Jair Bolsonaro en medio de su proceso judicial por su intento de golpe de Estado. El mandatario estadounidense calificó la investigación contra Bolsonaro como una "cacería de brujas", una postura que el gobierno brasileño ha rechazado tajantemente. Lula ha insistido en que Bolsonaro no es "perseguido" por su persona, sino por los actos concretos que habría cometido, incluyendo planes contra la vida del presidente, su vice y el presidente del Supremo Tribunal Federal.
Pero uno de los capítulos más polémicos de esta historia es la acusación formal contra Eduardo Bolsonaro, hijo del exmandatario y diputado federal. Según el fiscal general de la Abogacía General de la Unión (AGU), Jorge Messias, Eduardo habría promovido desde Washington una agenda que condujo a la imposición de los aranceles del 50% por parte de Estados Unidos. Incluso se evalúa una posible demanda por daños morales colectivos, una medida que, aunque simbólicamente potente, entra en un terreno jurídico delicado y podría interpretarse como parte de una estrategia política más que como una defensa objetiva del interés nacional.
Messias sostuvo que Eduardo Bolsonaro "efectivamente trajo una guerra comercial" y que "puede causar un daño significativo al país". También lo acusó de haber actuado "en interés personal y familiar", sin considerar el impacto en empleos, empresas y el tejido productivo brasileño. Este tipo de declaraciones refuerza la narrativa del gobierno de Lula de que los Bolsonaro actúan contra los intereses nacionales, pero también amplía la confrontación judicial y política que ya afecta la estabilidad institucional del país.
En este contexto, Lula construye una narrativa de unidad nacional frente a una supuesta "traición" de los Bolsonaro y la "injerencia" de Trump. La simbología patriótica, como la recepción de la bandera brasileña en actos públicos, refuerza esta idea. Sin embargo, el riesgo es que el discurso se concentre más en la confrontación que en la solución de los verdaderos desafíos: la recuperación económica, la estabilidad institucional y la construcción de puentes diplomáticos en un mundo multipolar.
Brasil necesita una política exterior que combine firmeza con pragmatismo, que defienda su autonomía sin cerrarse al mundo, y que separe con claridad entre los intereses nacionales y las disputas políticas internas. En ese sentido, el desafío para Lula no es solo enfrentar a Trump o aislar a los Bolsonaro, sino demostrar que su gobierno puede ofrecer estabilidad, crecimiento y credibilidad en un escenario global cada vez más incierto.
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