Editorial | El Salvador y la reelección indefinida: cuando la democracia se arrodilla ante un solo hombre

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¿Hasta dónde puede avanzar el poder cuando ya nadie se atreve a detenerlo?

Hay momentos en la historia de un país en los que no hacen falta tanques en las calles ni discursos incendiarios para declarar la muerte de la democracia. A veces, todo ocurre en silencio. En un salón legislativo adornado de banderas, con votaciones rápidas, discursos triunfalistas y sonrisas en cadena nacional. A veces, la democracia no cae con violencia, sino con aplausos.

En El Salvador, ese momento acaba de llegar.

Con la reciente aprobación de la reelección presidencial indefinida, el país ha cruzado un umbral peligroso. No es solo una reforma constitucional; es una fractura profunda del pacto democrático. Una línea roja que, una vez traspasada, cambia para siempre la relación entre el poder y los ciudadanos. Porque cuando un presidente puede reelegirse sin límites, lo que está en juego no es solo una elección futura. Es la posibilidad misma del cambio, del disenso, del equilibrio.

Detrás del discurso de eficiencia, del orden y la modernidad, se esconde un modelo que ya no necesita ocultar su ambición: el poder concentrado en una sola figura, legitimado por una popularidad casi religiosa y alimentado por una maquinaria propagandística que no descansa. El relato es simple y efectivo: «yo o el caos». Y ese es, precisamente, el mayor riesgo.

Pero, ¿por qué tantos lo celebran? ¿Por qué una parte significativa de la población no solo tolera, sino que aplaude esta concentración de poder? La respuesta no está solo en la política, sino en el alma colectiva de un país marcado por décadas de violencia, corrupción e impunidad. Cuando el hartazgo se vuelve crónico, el autoritarismo puede vestirse de esperanza.

Muchos sienten que, por fin, alguien pone orden. Que el miedo en las calles ha disminuido, que los resultados son visibles, que "el sistema por fin funciona". Y es cierto que hay cambios. Pero no todos los cambios son progreso. No toda eficiencia es justicia. No todo lo que brilla es libertad.

La pregunta que deberíamos hacernos no es si el presidente ha hecho cosas buenas. La verdadera pregunta es: ¿a qué precio?

Porque cuando se eliminan los límites del poder, se borra la diferencia entre el Estado y la figura que lo encarna. Y cuando el Estado se convierte en la extensión de una sola voluntad, cualquier disidencia se vuelve una amenaza. Los que piensan diferente ya no son adversarios: son enemigos. Los que critican ya no son voces necesarias: son traidores. Y los que sueñan con un país diverso, plural y libre... comienzan a ser invisibles.

Lo que vive hoy El Salvador no es solo un cambio legal. Es un cambio de paradigma. Una transformación silenciosa pero profunda, en la que las instituciones dejan de ser barreras para convertirse en herramientas al servicio del poder. Una era donde la estabilidad se confunde con obediencia, y la democracia, con lealtad ciega.

Pero la historia enseña que el poder sin límites, tarde o temprano, deja de escuchar. Deja de corregirse. Deja de servir. Y cuando eso ocurre, los pueblos suelen despertar… pero demasiado tarde.

Hoy, más que nunca, es necesario abrir los ojos. Porque no se trata de estar a favor o en contra de un presidente. Se trata de recordar que ningún líder —por popular que sea— debería estar por encima de las reglas que nos protegen a todos. Ni hoy, ni nunca.

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