Perú al borde del abismo: la ley de amnistía y el colapso del Estado de derecho

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La aprobación del proyecto de ley de amnistía por parte del Congreso peruano el 9 de julio de 2025 no es solo una decisión legislativa más. Es un punto de inflexión en la historia reciente del país, un momento que desnuda con crudeza el deterioro progresivo de las instituciones democráticas y el repliegue sistemático del Estado frente a su obligación de garantizar justicia, verdad y reparación a las víctimas de violaciones graves de derechos humanos.

Con 16 votos a favor y 11 en contra, la Comisión Permanente del Congreso dio luz verde a la Ley 7549/2023-CR, una norma que busca eximir de responsabilidad penal a miembros de las Fuerzas Armadas, la Policía Nacional y los Comités de Autodefensa por delitos cometidos durante el conflicto armado interno entre 1980 y 2000. Este período, marcado por la violencia de Sendero Luminoso y el Estado, dejó aproximadamente 70,000 víctimas, según la Comisión de la Verdad y Reconciliación, y más de 4,000 fosas clandestinas aún por exhumar. Ahora, tras décadas de lucha de las víctimas y sus familias, el Estado parece decidido a borrar ese camino con un trazo de impunidad.

Una amnistía que viola el derecho internacional 

Lo que hace especialmente grave esta ley no es solo su contenido, sino el contexto en el que se impulsa. El Perú ya había abierto la puerta a la impunidad en 2024 con la Ley 32107, que declaró prescritos los crímenes de lesa humanidad cometidos antes de 2002. Una decisión que ya fue calificada por el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Volker Türk, como una violación al ius cogens —el derecho internacional imperativo—, dado que los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles por definición.

La nueva ley de amnistía no solo repite ese error, sino que lo agrava. Al otorgar amnistía a quienes están siendo investigados o procesados por ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, tortura y violaciones sexuales, el Estado no solo incumple sus obligaciones internacionales, sino que se convierte en cómplice de la impunidad. Y lo hace con una maniobra legislativa angosta, aprobada por apenas 16 congresistas, sin debate amplio, sin consulta a las víctimas y en desacato abierto a las advertencias de múltiples organismos internacionales.

La Corte Interamericana frente al desprecio estatal 

La respuesta de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha sido contundente. El 24 de julio, su presidenta ordenó al Estado peruano detener inmediatamente el trámite de la ley y, en caso de que sea promulgada, abstenerse de aplicarla. La Corte citó además una audiencia pública para el 21 de agosto, en la que escuchará a las víctimas, al Estado y a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), con el fin de evaluar medidas provisionales.

Esta decisión no es un capricho judicial, sino una exigencia del sistema interamericano. Desde la sentencia emblemática de Barrios Altos vs. Perú en 1992, la Corte ha establecido que las amnistías por graves violaciones de derechos humanos son nulas y contrarias al orden jurídico internacional. Y desde 2024, el propio tribunal ya había advertido al Perú que no promulgara normas como la Ley 32107. Hoy, el Estado no solo ignora esa sentencia, sino que insiste en avanzar por el mismo camino.

El rechazo del Gobierno de Dina Boluarte a la decisión de la Corte, bajo el argumento de "soberanía", es profundamente inquietante. La soberanía no es un escudo contra el derecho internacional, sino una responsabilidad. El Perú ratificó la Convención Americana sobre Derechos Humanos libremente, y al hacerlo aceptó la jurisdicción obligatoria de la Corte IDH. Apelar a la soberanía para eludir compromisos internacionales es, en realidad, un acto de irresponsabilidad institucional.

Impunidad institucionalizada, víctimas revictimizadas 

Para las víctimas, esta ley es una nueva herida. Como denuncia Tania Pariona, secretaria general de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (CNDDHH), «se les revictimiza una vez más». Después de décadas de silencio, marchas, demandas y dolor, el Estado les dice que su lucha no vale, que la verdad no importa, que la justicia puede borrarse con una ley. Las 156 sentencias firmes y más de 600 procesos en curso —incluidos casos como Barrios Altos y La Cantuta, donde fueron asesinadas 25 personas, entre ellas un niño— quedarían en la nada.

Organizaciones como CEJIL, APRODEH, IDL, FEDEPAZ, COMISEDH y CNDDHH han denunciado que esta ley forma parte de un patrón más amplio: el retroceso democrático, la criminalización de la protesta social y el debilitamiento de las garantías constitucionales. Sumada a otras iniciativas como la Ley APCI, esta amnistía no es un aislado, sino una pieza de un diseño político que busca blindar a los actores estatales de toda rendición de cuentas.

Un llamado urgente: ¿hasta dónde puede llegar el desacato? 

El momento actual exige una respuesta clara. Al Poder Ejecutivo, en cabeza de la presidenta Dina Boluarte, le corresponde vetar esta ley. Promulgarla sería no solo un acto de complicidad con la impunidad, sino un precedente peligroso: Boluarte misma enfrenta investigaciones por la represión de las protestas de 2022, en las que murieron 59 personas. ¿Qué mensaje envía un gobierno que impulsa amnistía mientras es investigado por graves violaciones?

A la comunidad internacional, le toca no mirar hacia otro lado. La Organización Mundial Contra la Tortura (OMCT), la ONU y múltiples expertos ya han advertido sobre los riesgos. Ahora es momento de acciones concretas: sanciones diplomáticas, suspensión de cooperación condicionada a derechos humanos, y apoyo incondicional a las víctimas.

Y al pueblo peruano, le queda la resistencia. Porque detrás de cada artículo de esta ley hay miles de historias no contadas, madres que aún buscan a sus hijos, comunidades que siguen enterrando a sus muertos. La amnistía puede pasar, pero la memoria no se legisla.

El Perú no está solo en crisis democrática. Está en riesgo de colapso ético e institucional. Si esta ley se convierte en realidad, no será solo el fin de la justicia para las víctimas del pasado, sino el comienzo de un futuro en el que el Estado ya no será garante de derechos, sino su principal violador.

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