
El gobierno de Estados Unidos ha incrementado notablemente su presencia militar frente a las costas venezolanas en las últimas semanas. El despliegue, que incluye destructores, aviones de combate, submarinos nucleares y más de 4,000 marines, se presenta como una respuesta al supuesto aumento del narcotráfico en la región. Pero los movimientos carecen, de momento, de respaldo multilateral, objetivos definidos o coherencia estratégica. Mientras tanto, la Administración Trump ha renovado discretamente la licencia a 'Chevron' para seguir operando con crudo venezolano.
El despliegue naval y aéreo frente a las aguas territoriales venezolanas ha sido presentado por la Casa Blanca como parte de una campaña contra el narcotráfico y la inestabilidad regional. Sin embargo, las operaciones recientes se han caracterizado por acciones unilaterales, sin cobertura jurídica clara ni coordinación internacional. Al menos tres incursiones denunciadas por Caracas en espacio aéreo y aguas jurisdiccionales reflejan un patrón de provocación con difícil encaje legal.
Washington insiste en vincular al Gobierno de Maduro con redes del narcotráfico, pese a que no ha aportado pruebas verificables ante organismos multilaterales. El aumento de la recompensa por la captura del presidente venezolano a 50 millones de dólares —una cifra sin precedentes— añade combustible a una narrativa que intenta justificar la presión militar sin comprometer una intervención directa, que exigiría niveles de despliegue muy superiores y, sobre todo, legitimidad internacional.
La propia configuración de la flota —con presencia de sistemas electrónicos y unidades de desembarco— indica una voluntad de intimidación más que de acción inmediata. En ese contexto, el silencio de países vecinos como Brasil o Colombia, que han descartado apoyar cualquier operación terrestre, reduce aún más las opciones operativas reales de Washington.
Crudo venezolano y pragmatismo selectivo
Mientras la escalada militar se acentúa en lo discursivo y operativo, la dimensión económica de la relación entre Estados Unidos y Venezuela se mueve en dirección contraria. En julio, la Administración Trump renovó la licencia a Chevron para continuar exportando petróleo venezolano. Desde entonces, el crudo extraído por la multinacional ha ganado protagonismo en los balances de la OPEP, rozando el millón de barriles diarios.Este doble movimiento —presión militar por un lado, cooperación energética por otro— ha generado críticas incluso dentro del espectro conservador estadounidense, especialmente entre sectores del Partido Republicano de Florida, que exigen una línea más dura contra Caracas. La figura de Richard Grenell, enviado especial de la Casa Blanca para Venezuela, ha sido señalada por su papel negociador en la renovación de licencias y el intercambio de prisioneros, una política que contrasta con el lenguaje beligerante de Trump ante las cámaras.
Más allá de sus implicaciones para Venezuela, el mantenimiento de los flujos energéticos con un gobierno al que se acusa de narcotráfico y corrupción refleja una estrategia exterior profundamente contradictoria. Washington condena al régimen mientras alimenta una relación económica clave para el suministro energético estadounidense.
En año preelectoral, las prioridades de la política exterior estadounidense vuelven a estar marcadas por la lógica interna, no por la estrategia global. El despliegue en el Caribe responde más a la necesidad de enviar señales a ciertos electorados clave —como el latino en Florida— que a un plan estructurado hacia América Latina.
La retórica de firmeza ante Maduro convive con una realidad de transacciones autorizadas, licencias renovadas y márgenes de tolerancia que difícilmente se entienden como parte de una política coherente. El mensaje militar apunta al ala dura del electorado; la continuidad de los acuerdos energéticos a la estabilidad del mercado.
Trump mantiene así una doble narrativa frente a Venezuela: mientras alardea de fuerza y acusa al gobierno de Caracas de terrorismo y narcotráfico, continúa alimentando —en los hechos— un esquema de relación económica selectiva que beneficia a actores privados estadounidenses y evita un colapso de la producción petrolera venezolana, cuyos efectos también se harían sentir en los mercados internacionales.
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