
La comunidad internacional reconoce el Estado palestino. Reino Unido, Francia, Portugal, Irlanda, Noruega, Canadá, Australia, cada vez son más los países del llamado mundo libre que se posicionan de lado del pueblo víctima del peor genocidio desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Y ahí está también España, liderando el bloque de las democracias situadas en el lado bueno de la historia.
Los más pesimistas aseguran que la proclamación en la Asamblea General de la ONU (donde ha quedado patente la soledad de Israel y Estados Unidos frente a más de 155 naciones) no servirá de nada, ya que Israel va a seguir matando palestinos a un macabro ritmo de cien civiles inocentes por día. Nada más lejos. La instauración de Palestina como un país libre e independiente no es una simple anécdota o una medida simbólica. Es un hecho trascendental de dimensiones y consecuencias históricas. Nada será igual a partir de ahora. Y los primeros efectos no han tardado en hacerse notar.
Este mismo lunes, varios ayuntamientos franceses, entre ellos los de ciudades como Nantes o Saint Denis, han izado la bandera palestina pese a la prohibición decretada por el ministro del Interior, el conservador Bruno Retailleau.
Macron, timorato hasta hoy con la causa gazatí (no así Sánchez, que ha tratado de liderar el movimiento propalestino desde el primer minuto) rompe por fin su inmovilismo. Gran noticia que el país de la liberté, la egalité y la fraternité se sitúe de nuevo a la vanguardia en la defensa de los derechos humanos. Cada vez que el faro de la luminosa Francia se apaga, la humanidad acaba cayendo en las tinieblas.
Por tanto, se acabó considerar a los palestinos como meros parias, apátridas, tribus del desierto o siervos del sionismo más atroz. Desde hoy, son ciudadanos con todos los derechos, no esclavos del invasor. Desde hoy, su bandera es legal y se podrá enarbolar en cualquier parte de Europa sin miedo a sanciones de ningún tipo. Desde hoy, Palestina es un Estado soberano invadido y cruelmente anexionado por el Israel de Netanyahu, el carnicero de Gaza que pretende dar el pelotazo inmobiliario sobre la tierra de sangre de la Franja.
De alguna manera, el Derecho internacional vuelve a prevalecer sobre la política de hechos consumados de las autocracias, de las nuevas dictaduras, de los nuevos fascismos que amenazan a Estados Unidos e Israel. Y ese es un gran logro, por mucho que los aguafiestas pretendan estropear nuestro día para la esperanza. En primer lugar, porque por fin se avanza en la solución de los dos Estados, el único camino posible hacia la paz y la coexistencia pacífica entre judíos y musulmanes en Oriente Medio. En segundo término, porque se amasa el bloque de las maltrechas democracias liberales (hoy en crisis y decadentes) en torno a una causa común tan noble como justa: la defensa de los derechos humanos.
Trump ha prohibido la entrada de Mahmud Abbas a la sede la ONU, pero el tsunami humanitario es ya imparable. Todos debemos felicitarnos por el reconocimiento del Estado palestino, un movimiento político de calado histórico que los españoles hemos sabido liderar con valentía y firmeza.
Cuando nadie en la anestesiada Europa levantaba la voz contra el sionismo ultranacionalista, fascista y genocida, los españoles se lanzaban a las carreteras, llenándolas de banderas palestinas, para protestar contra la participación de un equipo israelí en la Vuelta ciclista. Cuando las democracias de rancio abolengo callaban, el 82 por ciento de los españoles reconocía que la "masacre" de la que ahora habla Alberto Núñez Feijóo (líder de la derecha española) no es solo un crimen más, sino el intento de exterminio de un pueblo entero. Pocas naciones europeas han sabido ver con tanta clarividencia como la española el horror de lo que estaba ocurriendo en Palestina. Y mientras todo ese terremoto se estaba preparando en la opinión pública de este país, la derecha se ponía una venda en los ojos y seguía jugando a la retórica basura. PP y Vox han intentado confundirnos y manipularnos con su neolengua orwelliana más abyecta.
Primero trataron de ocultar la evidencia del holocausto palestino con el negacionismo más nauseabundo de todos los que hemos presenciado en los últimos años; después trataron de enredarnos con disquisiciones bizantinas sobre el término genocidio; y finalmente tildaron de kale borrokeros y yihadistas de Hamás a todo aquel que se manifestara contra los crímenes que se estaban perpetrando en Gaza.
Mientras los misiles judíos caían sobre los hospitales y escuelas, mientras se condenaba a cientos de miles de inocentes palestinos a la peor de las muertes por el hambre, mientras los soldados de Netanyahu reducían a escombros un país entero y liquidaban a los últimos periodistas sobre el terreno (los ojos de la verdad), los Feijóo, Ayuso y Abascal, más Aznar y Felipe González (especialmente vomitiva la posición de este último, que se ha convertido en una deshonra para el Partido Socialista), hacían la vista gorda ante el horror en su máxima expresión.
Ahora que Feijóo constata que va en contra de los vientos de la historia, en contra de la ONU y en contra también de los gobiernos occidentales y de la opinión pública internacional mayoritaria, pretende moderar su discurso para no perder votos. Ya es demasiado tarde. La derecha española se ha situado, vergonzantemente, junto a los cómplices del genocidio, y esa lacra (una más) les pesará para siempre. Podría decirse que han quedado retratados como amigotes y socios de los nuevos nazis, de los nazis posmodernos. Podrían pasar a la historia como malvados prosionistas pero en realidad, bien mirado, no son más que una panda de patéticos sin escrúpulos.
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