Conflicto y cultura: Análisis de la crisis política en América del Sur y el Caribe

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El panorama político de América del Sur y el Caribe se encuentra inmerso en un profundo ciclo de crisis que trasciende lo meramente institucional para impactar directamente en la identidad y cultura de los pueblos. Lejos de ser un fenómeno aislado, estas tensiones reflejan una lucha por la hegemonía cultural y económica que ha caracterizado a la región desde su independencia. Las recientes crisis en Perú, Bolivia y Colombia no son más que los capítulos más recientes de un conflicto que tiene sus raíces en la estructura socioeconómica heredada del colonialismo y que hoy se manifiesta a través de gobiernos nacionalistas y populistas que desafían el orden establecido.

En Perú, el intento de golpe de Estado del entonces presidente Pedro Castillo en diciembre de 2022 fue un claro ejemplo de esta tensión. Castillo, con un discurso fuertemente influenciado por el "etnocacerismo" de su padre Isaac y un retórico popular alineado con movimientos indígenas, representaba una amenaza tangible para la élite política tradicional. Su derrocamiento por parte de la vicepresidenta Dina Boluarte, quien gobernaba bajo una presidencia de facto, generó una oleada de protestas masivas y una represión violenta que dejó un saldo de 50 muertos y más de 1,300 heridos entre diciembre de 2022 y marzo de 2023. La violencia se dirigió principalmente contra trabajadores rurales e indígenas del sur del país, evidenciando cómo las crisis políticas a menudo se traducen en enfrentamientos directos con las poblaciones más empobrecidas y marginadas.

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En Bolivia, la crisis es aún más compleja y arraigada, marcada por la polarización histórica entre el Movimiento al Socialismo (MAS), con fuerte base indígena y campesina, y las élites tradicionales, mayoritariamente blancas y urbanas. La llegada de Evo Morales al poder en 2006, tras ganar las elecciones con el 53.7% de los votos, representó un punto de inflexión radical. Morales, de origen aymara, promovió un discurso antisistémico, nacionalista y estatista, alineado con el "socialismo del siglo XXI" de Hugo Chávez, y logró avances significativos como la reducción de la pobreza del 60% al 37% y la firma de la Constitución Política del Estado Plurinacional en 2009. Esta nueva constitución buscaba construir un Estado intercultural, reconociendo oficialmente 36 lenguas nativas y derechos amplios para los pueblos indígena originario campesinos. Sin embargo, este proceso también exacerbó las divisiones internas. El MAS, aunque apoyado mayoritariamente por zonas indígenas y populares (70%-90% de votos), nunca ganó en las regiones orientales ricas en hidrocarburos como Santa Cruz, donde la oposición promovió autonomías validadas por referéndum en 2006. El derrocamiento de Morales en 2019 y el posterior gobierno interino de Jeanine Añez consolidaron una hegemonía mediática antisocialista que utilizó narrativas racistas, calificando a sus seguidores de "hordas" y acusándolos de "tiranía". Este relato de exclusión racial y política sentó las bases para la profunda crisis actual.

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La polarización social y la pérdida del diálogo inclusivo son rasgos comunes en toda la región. En Colombia, se registra una polarización extrema donde el discurso del jefe de Estado y de la oposición ha erosionado la capacidad de incluir al otro, convirtiendo la agitación civil en la principal amenaza para las empresas. De manera similar, en Perú, la polarización se intensificó durante la presidencia de Ollanta Humala, quien, aunque no pertenecía a un movimiento indígena como Morales, usó símbolos andinos y un retórico populista para captar el voto de sectores excluidos. Estas dinámicas sugieren que la crisis no es solo sobre recursos o poder, sino sobre quién tiene derecho a definir el futuro de la nación. La hegemonía cultural, históricamente ejercida por una élite blanca, está siendo desafiada por movimientos que reclaman un nuevo modelo basado en la interculturalidad y la justicia social. Sin embargo, estos desafíos se enfrentan a una resistencia feroz que utiliza las herramientas del Estado, la polarización y la violencia para mantener el statu quo. La denuncia aquí es que la supuesta "democracia" en la región a menudo sirve para perpetuar una forma de dominación cultural, donde las culturas indígenas y populares son vistas como una anomalía a corregir o eliminar, en lugar de como pilares fundamentales de la diversidad nacional.
Globalización cultural y mercantilización del arte: Un nuevo frente de batalla

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Mientras los conflictos políticos en América del Sur y el Caribe se intensifican, una segunda batalla se libra en el terreno de la cultura y el arte, donde las fuerzas de la globalización y la mercantilización actúan como agentes transformadores, a menudo en complicidad con las agendas políticas. Este proceso no es neutral; es una forma moderna de hegemonía cultural que reconfigura las expresiones artísticas locales, a menudo despojándolas de su contexto crítico y político para adaptarlas a los cánones del mercado global. La mercantilización del arte y la cultura puede ser vista como una estrategia de control cultural, donde las obras que desafían el poder establecido son silenciadas o cooptadas, mientras que aquellas que promueven un narrative de paz, consumo y olvido económico se promocionan. La información disponible no detalla específicamente cómo funciona este mecanismo en cada país, pero se puede inferir que en contextos de alta polarización como los de Perú y Colombia, cualquier forma de arte o cultura que no sea consumista o que critique abiertamente a las élites económicas y políticas corre el riesgo de ser marginada por los canales de comunicación y distribución dominantes. La violencia política no es una posibilidad remota, por lo que las empresas deben tener planes de continuidad, protocolos de seguridad y coberturas especializadas. Esto sugiere un entorno donde la prioridad es la estabilidad empresarial, a menudo por encima de la protección de los derechos humanos o la libertad de expresión cultural.

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La globalización cultural, por su parte, introduce una dinámica dual. Por un lado, puede facilitar la difusión de las culturas indígenas y locales a una audiencia mundial, como demuestra el trabajo de organizaciones como la Fundación Konrad Adenauer, que tradujo la Constitución de Bolivia al aymara para aumentar su accesibilidad. Sin embargo, por otro lado, esta difusión a menudo sigue los patrones de la industria cultural global, donde los productos culturales son filtrados, editados y comercializados de acuerdo con las expectativas del público occidental. Se arriesna así que la riqueza y la complejidad de una cultura sean simplificadas y estereotipadas para su consumo en el extranjero. En un mundo cada vez más digital, la inteligencia artificial y la digitalización están añadiendo una nueva capa a este proceso, permitiendo un monitoreo y una manipulación de la opinión pública a una escala sin precedentes. Los discursos políticos, que ya son altamente polarizantes, pueden ser potenciados por algoritmos diseñados para maximizar el engagement, creando "cámaras de eco" que fragmentan aún más la sociedad y dificultan cualquier forma de diálogo constructivo.

En este escenario, la cultura auténtica, especialmente la de los pueblos indígenas, se convierte en un bien estratégico. Sus saberes ancestrales, sus formas de organización social y su visión del mundo representan una alternativa posible al modelo neoliberal dominante. Es por ello que se ven constantemente amenazados. En Perú, líderes indígenas como Victorio Dariquebe Gerewa y Mariano Isacama Feliciano fueron asesinados por defender sus territorios de la expansión de cárteles de droga y mineros ilegales. En Bolivia, el extractivismo y el agronegocio son denunciados por las comunidades indígenas como causas de la deforestación, la contaminación con mercurio y el despojo territorial. La denuncia es que la globalización cultural y la mercantilización del arte no son meros procesos económicos, sino que son herramientas ideológicas. Al promover un "otro" exótico y prístino para el turismo o al cooptar elementos de la cultura indígena para la moda o el cine, se crea una falsa sensación de respeto y apreciación que en realidad invisibiliza las luchas por la tierra, la soberanía y la supervivencia cultural. La cultura se convierte en un producto a ser gestionado, y los creadores, en empleados de un sistema que valora la rentabilidad sobre la profundidad crítica. El tono reflexivo y denunciatorio debe señalar que detrás de la superficie de la cultura globalizada se oculta una lucha por la memoria, la historia y la dignidad de los pueblos.

El desmantelamiento de la democracia intercultural en Bolivia

Bolivia presenta uno de los casos más contundentes de la fragilidad de las nuevas formas de democracia en América Latina, especialmente en lo que respecta a la implementación de la democracia intercultural planteada en su Constitución de 2009. Si bien este marco legal representa un hito histórico en el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas, su aplicación real ha sido un campo de batalla constante entre el ideal constitucional y las prácticas políticas de los partidos en el poder. La crisis actual de 2025, marcada por la profunda fragmentación del Movimiento al Socialismo (MAS) y una severa crisis económica, pone en grave peligro la viabilidad misma del Estado Plurinacional. La disputa entre el expresidente Evo Morales, inhabilitado para postularse, y el presidente Luis Arce ha debilitado al partido de gobierno y ha generado una polarización que amenaza con revertir décadas de lucha por la autonomía y el reconocimiento cultural. Morales, desde el exilio, promueve el voto nulo, mientras que el gobierno de Arce busca una apertura a la economía capitalista, lo que contradice el programa original del MAS y alimenta el descontento popular.

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Un aspecto central de esta crisis es el ataque frontal a los mecanismos de participación política indígena previstos en la Constitución. Organizaciones como la CIDOB han presentado acciones de inconstitucionalidad contra la Ley 1096 de 2018, que limita la capacidad de los pueblos indígenas para postular candidatos a cargos ejecutivos y legislativos nacionales sin intermediación de partidos políticos. El Tribunal Supremo Electoral (TSE) ha reafirmado que los pueblos no pueden inscribir candidatos independientes, incumpliendo el artículo 209 de la Carta Magna. Este conflicto no es técnico; es político. Implica que la elección de representantes en las circunscripciones especiales indígenas, diseñadas para garantizar una voz propia, se está convirtiendo en una competencia dentro del modelo de democracia representativa liberal, donde los pueblos indígenas son tratados como "el voto de oro" a ser negociado por los partidos políticos, en lugar de ser consultados sobre sus propias prioridades. La vocal del TSE, Rosario Baptista Canedo, ha señalado que la democracia intercultural está funcionando en una crisis, lo que subraya la brecha entre la norma y la práctica.

El caso del pueblo mosetén ofrece una mirada detallada sobre esta tensión. A pesar de que la Constitución y leyes posteriores establecen mecanismos para que los pueblos elijan a sus representantes mediante usos y costumbres, supervisados por el Órgano Electoral Plurinacional (OEP), la experiencia mosetén ha sido un camino de obstáculos. Entre 2010 y 2015, la elección de representantes en la Asamblea Legislativa Departamental de La Paz fue cooptada por candidatos interculturales aimaras no afiliados a la Organización del Pueblo Indígena Mosetén (OPIM). No fue hasta 2021, después de años de lucha, que el pueblo logró elegir por primera vez a representantes legítimos afiliados a su organización, demostrando tanto la existencia de estos mecanismos como la facilidad con que pueden ser vulnerados por la falta de información y la cooptación política. Otros pueblos enfrentan problemas similares. Freddy Villagómez de CEJIS destaca que, aunque existen siete circunscripciones especiales, algunos pueblos mayoritarios carecen de representación adecuada o deben postularse como minorías para acceder a ella. La socióloga Lucila Choque Huarín resume la situación: los pueblos indígenas están subsumidos a normas ajenas a sus estructuras, lo que impide la construcción de una democracia intercultural auténtica.

Esta situación se agrava con otros desafíos sistémicos. La corrupción es endémica, con Bolivia situándose en el puesto 133 de 180 países en el Índice de Percepción de la Corrupción. La crisis económica, marcada por una inflación proyectada del 15,8% y una caída de las reservas internacionales, ha provocado largas colas por combustible y alimentos, afectando desproporcionadamente a las poblaciones indígenas y campesinas. Además, persisten violaciones graves a los derechos humanos, como la judicialización de la política, la cual se usa para perseguir a líderes sociales y opositores. El asesinato de defensores ambientales y de derechos humanos, como Francisco Marupa y Bertha Ayala, es una práctica sistemática que busca silenciar la resistencia indígena. La denuncia es que la democracia intercultural, aunque un concepto revolucionario, es vulnerable. Su éxito depende de la voluntad política de los actores en el poder y de la capacidad de los propios pueblos para organizar y defender sus propios mecanismos. La crisis boliviana actual muestra que sin estas condiciones, el Estado Plurinacional puede fácilmente deslizarse hacia una simple fachada multicultural sobre un Estado unitario y homogeneizador.

La resistencia cultural y territorial frente a la crisis económica y política

Ante el desmantelamiento de las instituciones democráticas y la erosión de los derechos culturales, emerge una respuesta orgánica y multifacética: la resistencia cultural y territorial. En Bolivia, Ecuador y Perú, los pueblos indígenas, campesinos y comunidades locales no se limitan a ser víctimas pasivas de la crisis, sino que activan sus propias redes de organización, defensa y afirmación cultural para contrarrestar la opresión. Esta resistencia toma diversas formas, desde la movilización pacífica hasta la confrontación directa con el Estado y los actores extractivistas, y es una manifestación poderosa de la vida de la cultura en acción. En Bolivia, la crisis de 2025 no solo ha dividido al MAS, sino que ha creado un vacío político que podría ser ocupado por una derecha neoliberal que promete recortes sociales y privatizaciones.

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La clase media indígena creciente y las organizaciones sociales advierten que la resistencia popular podría activarse si gana esta opción, lo que demuestra una conciencia política que trasciende la simple lealtad partidista. Más allá de la política formal, la resistencia se manifiesta en la defensa de la autonomía. Charagua Iyambae, Uru Chipaya y Raqaypampa son las únicas tres Autonomías Indígena Originario Campesinas (AIOC) con estatutos autonómicos aprobados, lo que representa un intento directo de crear espacios de autogobierno fuera del control del Estado central.
La Coordinadora Nacional de Defensa de Territorios Indígenas Originarios Campesinos y Áreas Protegidas (Contiocap) es un actor clave en esta resistencia. Con más de 40 grupos participantes, esta coordinadora emitió un manifiesto en junio de 2025 con propuestas económicas, ambientales y sociales para los candidatos presidenciales. Denuncian la expansión del extractivismo, el agronegocio y la minería, que consideran formas de despojo y colonialismo contemporáneo. Exigen la paralización de proyectos extractivistas, el respeto al Acuerdo de Escazú y la autodeterminación, argumentando que incluso instrumentos como los "bonos de carbono" son una nueva modalidad de explotación.

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Esta resistencia no es abstracta; está ligada a la supervivencia cotidiana. En la Amazonía boliviana, comunidades amazónicas padecen la contaminación por mercurio debido a la minería ilegal, un problema documentado por el Centro de Derechos Indígenas y Biodiversidad (CEDIB). La lucha por la tierra y el medio ambiente se convierte así en una lucha por la salud y la vida, haciendo de la defensa territorial un acto cultural fundamental.
En Perú, la resistencia también toma formas tangibles. Durante las protestas contra el golpe de Estado de Castillo, la población indígena del sur del país fue una de las principales protagonistas, enfrentando una represión brutal que incluyó el uso de armas de fuego por parte de las fuerzas de seguridad. La violencia no se limita a la represión estatal. Líderes indígenas como Mariano Isacama Feliciano fueron asesinados por narcotraficantes que operan en sus territorios, lo que demuestra la convergencia de múltiples amenazas contra la comunidad.

La defensa de los derechos humanos se ha convertido en una tarea de supervivencia. Organizaciones como la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia (APDHB) enfrentan la criminalización y la toma violenta de sus oficinas, como ocurrió en La Paz en junio de 2025. La denuncia es que esta resistencia es una consecuencia directa de la crisis. Cuando el Estado fracasa en su función de proteger a todos sus ciudadanos y garantizar el acceso a los servicios básicos, y cuando las élites económicas operan con impunidad, las comunidades se ven obligadas a tomar las riendas de su propio destino. La cultura, entendida como la suma de los modos de vida, los saberes y las formas de organización, se fortalece precisamente en estos momentos de adversidad. Las experiencias de la pandemia de COVID-19, donde las comunidades indígenas utilizaron saberes ancestrales para protegerse, son un testimonio de esta resiliencia. La resistencia cultural es, por tanto, la afirmación de una vida posible más allá de la lógica de la crisis.

El impacto transfronterizo: Casos de estudio en Perú y Bolivia

Para comprender la magnitud y la naturaleza de las crisis políticas y culturales en América del Sur, resulta instructivo analizar casos de estudio transfronterizos que ilustran cómo los problemas locales se expanden y se interconectan a nivel regional. El vínculo entre Perú y Bolivia, particularmente en la localidad fronteriza de Desaguadero, proporciona un ejemplo paradigmático de esta dinámica. La profunda crisis económica que atraviesa Bolivia en 2025, caracterizada por una inflación interanual del 25% (superior al 31% para productos alimenticios), una severa escasez de combustible y medicamentos, y una fuerte devaluación de la moneda, ha tenido un efecto inmediato y visible en el vecino Perú. La diferencia entre el tipo de cambio oficial de 6,9 bolivianos por dólar y el paralelo de 14, conduce a un flujo masivo de bolivianos hacia territorio peruano en busca de dólares, alimentos y combustible. Empresarios peruanos describen la zona como "tierra de nadie", dominada por el contrabando ilegal de combustible subsidiado, conocido como "contrabando a la inversa".

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Este flujo migratorio no es solo económico; es también social y cultural. Transportistas peruanos reportan abandonar sus rutas por la falta de rentabilidad, mientras que comerciantes bolivianos sufren retrasos logísticos por la escasez de diésel. El gobierno de Luis Arce ha desplegado militares en la frontera para intentar controlar el contrabando, pero residentes locales afirman que el Estado ha perdido el control de la situación. El economista peruano Gonzalo Tamayo sugiere que la solución a largo plazo pasa por eliminar subsidios y liberalizar precios en Bolivia, una medida que el Fondo Monetario Internacional (FMI) exige como condición para nuevos préstamos. Este caso de estudio demuestra cómo una crisis política y económica interna puede generar externalidades negativas que afectan directamente a la economía local y alteran las relaciones sociales en una comunidad fronteriza. La cultura local de Desaguadero se ve modificada por la presencia masiva de bolivianos, el comercio informal y la tensió

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